Una primavera de hace 31 años, mi madre se retorcía de dolor pues una pequeña criatura de 3 kilos 800 gramos vendría al mundo para ser un habitante más y formar parte del mundo. Costó que saliera, tuvieron que utilizar fórceps para separarme del vientre de la parturienta. Esto se me antoja como presentimiento de que no quería salir a la luz, al mundo. No quería subirme al carro porque algo malo podría acontecer en la vida que me regalaban, envuelto en una bolsa parecida al papel celofán que pronto las enfermeras limpiarían. En el momento en el que cortaron el canal de comunicación con mi madre, se desató el llanto y ya se pudo afirmar que Sergio, así me llamo, había venido al mundo sano.
No tengo recuerdos de esos momentos, solamente un pequeño telegrama que mi abuela materna mandó a mi padre, que se encontraba trabajando en Bilbao, contándole la buena nueva. Llegaba a casa el tercer niño, para algunos queridos, para alguna (mi hermana) envidiado, porque de buenas a primeras le quité el puesto y su cuna, que le afectó demasiado y ahora que lo contamos esbozamos ambos una sonrisa. Me quitaba el chupete, y en fotos se puede apreciar como tenía la boca sumamente irritada por ello.
Yo amaba los trenes, me encantaban y de hecho me siguen gustando, y no había ocasión en que le pidiera a mi padre que me pintara trenes con el humo de la chimenea y las vías, los vagones... tenían que ser perfecto, sino no me gustaba.
Fui bautizado como todo hijo de Dios pero ninguna foto hay que lo atestigüe, se conoce que para ese día no se habían inventado las cámaras de hacer fotografías, que curiosamente en el bautizo de mi hermana sí, (también me lo tomo como algo gracioso). Me hubiera gustado tener ese recuerdo.
Todos en la vida tenemos alguien o algo importante a quien amar, por quien llorar, que te hace sufrir, pensar, agobiarte o retorcerte de dolor. Cuando eres niño no tienes sentido de la responsabilidad pero curiosamente, aunque esté mal que yo lo diga, esa parte se reflejó en mí a muy temprana edad y me preocupaban aspectos que solamente podría afectar a personas mayores, como por ejemplo, que a mi madre o a mis hermanos les pudiera pasar algo...
Mi infancia fue bonita, con sus pros y sus contras, crecí en el seno de una familia humilde pero acomodada, no me faltó de nada, ni material ni afectivo, pero siempre que me surgía alguna cosa que se me escapaba de mis manos me envolvía en una capa ficticia acompañado de un llanto silencioso para muchos y no me desenvolvía hasta que no quedara tranquilo y se solucionara. Mi carácter ha estado marcado por la timidez y la introversión hasta el punto de tener un sentido del ridículo demasiado alto. Recuerdo que en carnavales, cuando cursaba 5º de EGB, la profesora nos mandó hacer un traje con cartulina para después hacer un teatro en el que mis compañeros y yo cantábamos, pues bien, ese día buscaba las habichuelas para no asistir a clase por miedo.
La estancia en mi colegio fue de lo más normal, con sus bajos y altos. Se me daban mal las matemáticas... y a quién no, se me antojaban aburridas, no comprendía porque me tenía que aprender una larga tabla de multiplicar si al día siguiente cuando iba por la del cinco la del tres ya estaba en los anales de mi cerebro. En 3º de EGB, mi maestro en un examen de matemáticas en la que tenía que resolver una raíz cuadrada, viendo que todos mis compañeros habían salido del aula mi piel se iba tornando cada vez mas rojiza y mi papel mas blanco y tal era mi decepción que me levanté del asiento y fui a su mesa y me resolvió la raíz cuadrada. Después me dijo: si no me has hecho nada del examen ¿qué pasa? y yo muy compungido le contesté: bueno, si tiene que suspenderme, suspéndame. Guardo muy buen recuerdo de esa anécdota y por circunstancias de la vida sigo teniendo contacto con él.
Como he dicho, mi sentido de la responsabilidad y la afectación de los problemas cotidianos de mi familia me dañaban mucho, hasta se reflejaba en mi cuerpo a modo de llagas o úlceras en toda la mucosa oral, que desde que tengo uso de razón sigo llevándolas a cuestas como una losa. Llegué a tener una en la campanilla de la garganta que me la deformo hasta que se cerró, me ocurrió a los 22 años.
Recuerdo un día de campo en el cual, al abrir la cancela de entrada y se dibujaba la silueta de mi abuela a lo lejos, con su batín de listas azules en distintos tonos y su rebeca gorda de color vino tinto. Mi madre desde lejos vió que en su mano portaba un bastón y eso para ella fue como si un jarro de agua fría se la hubiesen echado encima, se puso a llorar diciendo… ayy mi madre que mayor¡¡¡¡ y yo callado, lloraba por dentro pensando lo mismo, me pareció triste la situación y desconocida para mí a pesar de ver a tantos abuelos con bastones pero era mi abuela, me afectaba mas.
De ella he heredado el gusto por los pistachos… como me gustaban, y las castañas “pilongas” que estaban duritas y dulces.
Con 12 o quizá 13 años, la vida me iba a dar un revés que duraría nueve meses, lo que un parto pero esta vez convertido en desaparición. Mi madre bajaba la calle de casa de mi abuela llorando, yo esperando en el coche de mi padre y ella diciendo que su madre se moría, que su madre se moría... Yo lloraba, por fuera y también por dentro, porque era mi abuela, no sabía aun lo que era perder a alguien y si lo podía soportar.
Mi madre era la pequeña de seis hermanos, y en la enfermedad de mi abuela, tremendo huracán que arrasa con todas las células de tu cuerpo, hizo las veces de enfermera. De ella heredó el trabajo de mi abuela, trabajar como limpiadora de un colegio instituto católico de Badajoz, casi podría decir con certeza que mi abuela fue la primera limpiadora de ese centro.
La mente de mi abuela había mermado, se le iba la vida poco a poco y a los que estábamos alrededor también, sobre todo a mi madre. Una madrugada muy fría de invierno, con una niebla espesa, llamaron a mi madre que ese día había dormido en casa y no con mi abuela, y sin saber el motivo, mi madre se vistió y se marchó.
Yo dormía con mi hermano en una litera, en la cama de abajo, escuché el teléfono y a mi madre hablar, y en el momento que se cerró la puerta, me fui al balcón del piso y me quedé mirándola, vestida con una falda negra. Hasta que no se disolvió su figura andando a altas horas de la madrugada, sola, camino de la casa de mi abuela, no me moví de allí pensando que de algún modo yo protegería a mi madre si la visualizaba aunque fuera de lejos. Después volví a la cama y ya no pude dormir.
La muerte de mi abuela fue un acontecimiento que me invitaba a ponerme la capa. Estaba desconcertado y me preocupaba mucho mi madre, verla vestida de negro, llorando. No podía aliviarle su dolor lo cual me hacia pensar lo horrible que sería para mi pasar por ello, y mas me alimentaba mi preocupación. Una madre es una madre y con eso creo que se resume todo.
Hacía poco que mi abuela ya no estaba con nosotros físicamente, pero si un paquete de pistachos que mi madre se había encontrado bajo el cojín del sillón donde ella se sentaba…
Años después, comenzó otra etapa de mi vida. Había dejado el colegio en el que estuve desde los cinco añitos y fue un verdadero orgullo para mis padres que yo fuera el único de mis dos hermanos mayores que sacara el graduado escolar y decidiera seguir estudiando. Desde muy pequeño quise ser ATS o médico. Eso se lo contaba a mis abuelos paternos de los que tengo recuerdos buenos y amargos, sobre todo por mi abuela que perdí hace poco y que tanto confiaba en mis posibilidades.
Pasé de la EGB al BUP, lo que es hoy parte de la ESO, y decidí cursarlo en el mismo instituto donde trabajaba mi madre, un error que iba a pagar muy caro y que me iba a marcar más aun mi carácter para el resto de mi vida y que hoy por hoy sigue dando coletazos.
Durante mis tres años de curso fui victima de lo que hoy se llama violencia en las aulas. No sabía el motivo, pues yo estaba acostumbrado a estar con gente, chicos de mi edad, que me aceptaban como era, y ni tan siquiera se le pasaban por la cabeza improperios terribles hacia mí que arañaban mi piel y me dejaban noqueado por instantes.
Recuerdo la primera vez que entré en aquel instituto. Desde muy pequeño estuve vinculado a él porque, mi madre, cuando por algún motivo se enfadaba conmigo o mis hermanos, nos castigaba el viernes a irnos con ella a trabajar y ayudarle a vaciar papeleras, por tanto, me conocía casi al dedillo el centro, que hoy por hoy es igual. Pasillos largos, puertas verdes de hierro antiguas, paredes blancas y desconchadas. Olor a tizas.
Por algún error burocrático yo no aparecía en ninguna de las dos listas que estaban pegadas en las puertas, lo cual hubiese sido un alivio para mí porque desde el momento en que crucé la cancela, fui victima de ojos hostiles de personas que no conocía y que me intimidaban e invitaban a ponerme la capa pero para ellos era transparente. En secretaría, dieron con el problema y me dijeron que mi grupo era el A, que fuera a la clase y lo comentara a la tutora.
Ya no había nadie en los pasillos, todos en clase, no se oía ni un alma. Mi temor crecía a cada paso que daba y me iba acercando a la puerta. Llamé y se abrió, como un fuego abrasador convertido en carcajadas me esperaba a modo de bienvenida.
Después de las risas y el cachondeo días posteriores, porque cada vez que pasaban lista yo no aparecía y el simple hecho de decirlo era objeto de burlas de los que me cuesta llamar compañeros. Llegó el momento del silencio, del tragar y tragar y tragar y tragar, sin decir nada, sin saber defenderme de burlas, vejaciones, nunca físicas aunque las hubiese preferido, porque esas duelen en el momento, luego pasa el dolor. Las psíquicas sí dan con una mente tan sumamente sensible como la mía remarcan y arrasan casi de por vida, aunque parezca una exageración.
No tuve amigos, nadie en quien apoyarme, solo los libros, era mi distracción, era un alumno 10. A la salida del instituto yo no tenía un corro de amigos para salir o jugar, y contarle mis problemas, tomar un refresco, ir al cine... era yo y solo yo y mis libros. Era el empollón y más tarde el maricón. Nunca me pregunté porqué lo hacían o quizá si. Y a cada sobresaliente que sacaba, más burla en voz alta suscitaba.
Cuando mi abuela murió, mi abuelo solía bajarse a las once de la mañana a casa o bien se iba al hogar del pensionista a echarse su partida de cartas. La casa de mi abuela era mi refugio durante la media hora que duraba el descanso, mientras los demás hablaban de mí, de mi carácter, molestaba el simple hecho de que estuviera allí, en la misma aula, incluso de que respirara. Era un muro de carga, que no sabía cuanto iba a aguantar.
El camino al instituto desde mi casa se me hacía eterno y siempre era cuesta arriba no solo físicamente sino también mentalmente.
En un tramo del camino, había que cruzar la vía del tren a las 8.45 de la mañana, había que tener cuidado puesto que era peligrosa la bajada y encima no había iluminación. En una de esas bajadas, la humedad estaba permanente y yo llevaba las llaves de casa de mi abuela en la mano, no recuerdo bien si había pasado el tren, pero sí el frío que hacía. Al bajar, un traspiés hizo que me cayera en mitad de la vía, perdiendo la llave entre las piedras, y por una mala casualidad del destino, supongo, tres de los que compartían aula conmigo bajaban tras de mí, me vieron en el suelo, pasaron sorteándome, riéndose de mi caída y poco más.
Yo como pude me levanté, mi mano raspada por las piedras y helada de frío acrecentaba más el dolor pero no sabía bien si eso era peor, o más bien lo que se me vendría encima cuando esos tres dieran la noticia. Ese día no pude ir a casa de mi abuela pues la llave a saber donde estaría, y toda la media hora de descanso me la tiré escondido tras un matorral, de pie, mirando el reloj de vez en cuando, e intentando reponerme un poco y engañando a mi cabeza pensando que todo acabaría pronto.
Y cada día más cuesta arriba me producía el tener que entrar en ese lugar, el estar en boca de todo el mundo, incluso de cursos adelantados, que cuando se hacían eco de mi presencia se ponían apoyados en la pared y a su paso me daban una colleja y yo supuestamente tenía que adivinar quien era. A ese juego le llamaban “el paseíllo”, que yo sufrí quizá dos o tres veces.
Yo era listo en materia de clase, pero la gente era lista en materia de hacerme daño y con saña, total, yo no sabía defenderme, quizá hasta llegué a pensar que era normal que se comportaran así conmigo. Eso les valía para hacer de mi mente una diana y tirarme sus dardos envenenados cuando ellos quisieran.
Tiraban en los pasillos papeles, cáscaras de pipas, pegaban chicles al suelo a la par que decían que para eso estaba mi madre y así se ganaba el pan “gracias a ellos”, como si encima le hicieran un favor. Incluso una vez escuché que si mi madre limpiaba la casa igual que limpiaba el instituto yo seguro que viviría en un estercolero. Y yo, como polvo, lo tragaba, no decía nada, no me podía defender, me anularon como persona, y sin saber como lo que comenzó siendo un mero granizo se convirtió en iceberg imposible de romper.
De hecho, todas las noches, rezaba un Padrenuestro y un Ave María, en silencio, en mi cama litera de abajo para que mi hermano no me escuchara y también se partiera de la risa porque necesitaba rezar, porque tenía miedo de lo que me podía encontrar al día siguiente. Me preguntaba qué otro defecto verían en mí para arremeter contra él.
La suscitación de querer saber mi orientación sexual también fue objeto de burla, aun cuando ni yo sabía si me iba más la falda de la profesora de Inglés o el pantalón del profesor de Biología. Sarasa, bujarra, maricón, primavera, parguela, mariquita, se te ve el plumero, risas y más risas tras esos comentarios persistieron durante los tres años que estuve allá. A pesar de que sólo me faltaba un año para terminar, entraba en COU, o lo que es hoy 2º de Bachillerato, primaba ya en mí el cansancio de un todo que se me hacía amargo.
Estaba harto de tener que irme a mi casa, como si nada, diciéndome a mí mismo que todo iba bien cuando no era así. Pasaba los veranos solo, sin nadie, no tenía amigos y ni tan siquiera compañeros. Hoy viéndolo desde lejos caigo en la cuenta que fui objeto de burlas por mera envidia, o eso quiero creer, primaba o el parar la fiesta interminable o volverme loco.
Puse fin de la manera más drástica, dejando de estudiar, y eso cayó en casa como si de una bomba atómica se tratara. Mi madre no lo podía entender, porque era brillante en los cursos, sobresaliente casi en todo. Estaba a un solo paso de llegar a la universidad pero no fue así.
Y comenzó mi segunda penitencia. Mi madre supongo que ajena a todo lo que me aconteció porque yo me lo callé intentaba de muy malas formas que volviera al instituto. También tuve que aguantar insultos por boca de la que era y es mi familia, me rebajaron tanto como persona fuera y dentro de casa que terminé por creérmelo.
Bajaba la persiana como quien baja el telón de un teatro donde la obra que se ha visto ha sido tenebrosa, se tornaba la estancia toda negra, oscura, hacía un bocadillo entre mi cabeza y la almohada y así pasé cinco años de mi vida, hasta cumplidos los 23.
Lo que me pasó en el instituto pasaba en casa, era como tenerlo de nuevo en la salita de estar o en la cocina porque encima cambiamos de piso y nos fuimos a vivir justo al lado del mismo. Por las mañanas el sonido de la sirena del cambio de clase o de la hora del recreo se escuchaba desde mi habitación y ese sonido era como un nido de abejas que zumbaban y me picoteaban por las venas. Lo más curioso era que incluso mi madre, creyendo que hacía bien, me metía en casa, a la hora del recreo, a gente que me había insultado, vejado, hipócritas, para hacerme cambiar de opinión y volver a clase. Cuando se iban mi sitio estaba en el cuarto de baño donde me metía los dedos para vomitar.
Objeto de habladurías, risas de mis padres, insultos, afirmaciones tales como que no valía para nada, que era subnormal, que incluso estudiando no valía ni un céntimo. Tuve que aguantar y dando la callada por respuesta o bien para paliar los ánimos les decía que al año siguiente volvería a estudiar, que me dieran tiempo y confianza.
Tenía miedo de enfrentarme al mundo, si salía, muy de vez en cuando, tenía complejo de todo tipo, pensaba que todo el mundo me miraba, que en la frente tenía pegado todos los improperios suscitados en el instituto. Si me encontraba a alguien de los que me acompañaron en los cursos, cruzaba la calle por terror a que me vieran, y en mi casa cada vez me sentía más solo y hundido. No lo pretendía y a pesar de todo hoy por hoy aunque parezca mentira tampoco lo pretendo, pero he visto a esa gente y nadie, absolutamente nadie me ha pedido disculpas o se ha interesado por mi vida tras mi marcha. Era de esperar.
Ni tan siquiera tuve suerte de dar con especialistas que pudieran ayudarme y a veces pienso que no podían porque yo ya estaba herido de muerte. Eso resultaba ser una losa tan pesada en casa que lo mismo me echaba como si fuera un apestado o algo parecido.
Desde los 19 años que decidí dejarlo todo hasta los 25, hubo un parón tan sumamente grande que mi única válvula de escape, hasta que Internet entró en mi casa, era la música. Me tiraba horas y horas escuchando música, pensando o más bien soñando que yo era intérprete de canciones que yo escuchaba una y otra vez, que era aclamado positivamente por un público, que valía para algo, que me QUERIAN. Pero todo era un sueño, que en cuanto se apagaba el equipo de música el mundo seguía girando y yo permanecía quieto.
No me aceptaba a mí mismo porque en parte eso me habían inyectado queriendo o sin querer durante todo el tiempo Necesitaba que me insuflaran optimismo, que valía la pena vivir aun cuando se me pasaba por la cabeza el desaparecer para siempre, que yo tenía un papel que desempeñar en el mundo, que era muy joven para pensar en morir, que me quedaba mucho por descubrir, que podría ser ALGUIEN. Todo era desilusión, las palabras de mi familia cada vez se imprimían más en mi carácter, pues si ellos decían que no valía para nada, cómo no iba a ser verdad si eran los que mejor me conocían. También me lo creí y hoy en día sigo a veces pensando lo mismo.
En una ocasión tuve la mala suerte, por decirlo de algún modo, de dar con un desaprensivo que me lo hizo pasar bastante mal. Una de sus afirmaciones en un café se hizo realidad: tu depresión te ocurre porque no has pasado nada malo así es que te deberían dar un PALO bien grande para que espabilaras. Y dicho y hecho.
Se obsesionó con mi persona, no sé que es lo que veía en mi, quería algo más y yo no le podía dar lo que pedía pues no sentía más que amistad y ya para mi era mucho. En mi vida me costó confiar en la gente y es algo que llevo arrastrando desde entonces. Caí enfermo, y una simple infección urinaria se convirtió mentalmente en un pseudo-VIH, sífilis, gonorrea, cáncer... o lo que es lo mismo, mi mente se había sumergido en el virus de la hipocondría. Buceando en Internet todas las enfermedades habidas y por haber, todos los síntomas, consecuencias... todo lo tenía yo.
Fue tal el abismo en el que me envolví, que en mi cuerpo no quedaba lugar a pinchazos, analíticas, pruebas y pruebas de todo tipo. Un dossier de más de cuarenta pruebas en un año, asistencia a médicos, a urgencias del hospital como el que va al supermercado.
Un sábado me vestí con “mis mejores galas” y me fui derechito al hospital para que me vieran, porque estaba en lo cierto de que tenía algún mal físico grave. Todo el cuadro médico me conocía por mi nombre sin necesidad de pasar por el mostrador de citaciones, ya me dejaban por perdido y es que lo cierto era, que mi mal estaba en mi mente y eso se materializaba en mi cuerpo.
Llegué a pesar 50 kilos midiendo 1.87, casi anémico, se me veían las costillas y las podía palpar, y mi “amante de fuego”, que hoy en día a veces me acompaña, me prometía dolor y más dolor en la piel, como si de una quemadura solar se tratase. Era tal mi obsesión que una noche en posición fetal en mi cama estuve repitiendo como un loco que tenía VIH.
En casa mi estado no pasó desapercibido, mi madre no sabía cómo reaccionar pero lo hizo. Y de una consulta de medicina general en donde la doctora se llevó las manos a la cabeza, lo cual era normal tras haberle mostrado lo que en menos de un año me había sometido, me derivó urgentemente a salud mental. Me daba la sensación de que volvía para atrás como los cangrejos, mis huesos desembocaron en un gabinete psiquiátrico en donde el especialista dio con la tecla, me medicó y poco a poco el fantasma de la hipocondría fue disminuyendo que no desapareciendo.
Pensaba que no era tarde para retomar mi vida y me preparé en tan solo un mes la PAU para mayores de 25 años, superando mi miedo a las aulas, porque ahí fue donde comenzó todo mi periplo, sacando nota como para hacer lo que quería pero la mala suerte volvió a llamar a mi puerta y ese año no pude cursar enfermería a pesar de haber sacado nota.
Volví a hundirme, a sentirme que no valía para nada y peor fue cuando por suerte me admitieron en enfermería y tuve que dejarlo porque el fantasma del pasado me visitó de nuevo y no me sentía con fuerzas para seguir. La palabra “miedo” y el “no puedo” se instalaron en mi mente condicionando mi vida, ayer y hoy. Además la muerte de mi abuelo materno, que fue lenta y horrible también minaron mis ganas de seguir adelante, pues había perdido casi a un padre.
A pesar de tener a gente que confían en mis posibilidades, que me comentan que valgo mucho, que puedo con todo, a día de hoy me cuesta creerlo y casi me lo niego. Dicen que me he permitido muchas licencias, que soy pesimista, pero yo les respondo lo mismo... soy realista o la realidad que yo vivo es distinta a la que perciben de mi los demás.
Puede que tengan razón, pero de lo que sí tengo claro es de permitirme una licencia todos los días... a las 11.30 de la noche, recorro con mi coche de camino a casa de mis padres, en donde vivo, un camino largo, escuchando la música en la que tanto me apoyo, me sumerjo por Badajoz hasta llegar al barrio de San Roque, y en un lugar de ese barrio, paro, miro el edificio y en mi vuelven a surgir los olores que perdí con los años pero que se han quedado plasmados en mi recuerdo. Después sigo adelante, llegó a mi casa, cierro la puerta, entro en mi guarida, me tomo mi pastilla para dormir y espero que el día siguiente sea mejor deseando poder ser ese alguien a pesar de haber cumplido ya los 31 e intento superarme día tras día. En la actualidad estoy cursando un ciclo de grado superior: Anatomía patológica, que espero acabar este año solo que comenzaré en enero puesto que en septiembre, esclavo de mi mente y de mi “no puedo” volví a recaer en este mal psíquico llamado depresión, pero que con ayuda poco a poco espero de ir recopilando armas para no dejarme vencer tan pronto, aunque tenga sacudidas y desconfianza.
Todo este mar de párrafos y más que podría contar los podría resumir en una estrofa de una copla conocida y que da titulo a mi historia, a mi verdad...
... el día que nací yo, que planeta reinaría, por donde quiera que voy que mala estrella me guía...
Espero que esa estrella desaparezca, pronto, que ya es hora.
GRACIAS por sacar de mí, parte de un todo reducido en palabras. (J.Mª Fdez Chavero)
Vaho en los baldosines de color marrón y amarillo claro, chorro de agua que va cayendo y desembocando en el desagüe, no sin antes cruzar la desnudez de Fernando.
El albornoz le parecía esparto, pero era el único modo de secarse pues ya había pasado demasiado tiempo en estado semilíquido y las arrugas de las yemas de los dedos le anunciaban que llegaba el momento de volver al estado sólido.
Con la mano, aun arrugada, dibujó un círculo en el espejo de la pared cubierto por esa lámina de vapor con aroma a champú y gel.
Su cara se le antojaba cansada, solamente las bolsas de sus ojos y el negro de sus ojeras lo hacía presagiar. Feo, oscuro, malo, miedoso, no sabía pues como describir lo que el espejo reflejaba de él.
Cadena Dial, anuncia una canción de un grupo de pop ochentero pero que nunca pasa de moda, y por unos momentos, los primeros acordes de esa canción le hicieron estremecer al igual que la letra salida por la boca de esa mujer… “El fallo positivo anunció, que el virus que navega en el amor, avanza soltando velas, aplastando las defensas por tus venas…”
Como un monstruo, no dejó que esa música le envolviese y con un manotazo al transistor, lo apagó para que sus oídos no escucharan lo que no debían escuchar, según él.
Aun con el albornoz y la sensación de esparto, tomó una taza de tila, y se puso a reordenar todos aquellos papeles impresos con índices, parámetros, números y diagnósticos finales en los que un signo negativo en negrita resaltaba más que todo lo demás.
Un suspiro recorrió su cuerpo porque comenzaba un día más, un camino más que recorrer, eterna serpiente que con sus movimientos en s hacían chocarle una y otra vez en el mar de sus malos pensamientos y sus psicosomatizaciones, y que hasta la noche hasta meterse en su madriguera roja, no descansaba, y a veces ni eso.
El amante de fuego que llevaba dentro, quería salir más severo que nunca y para calmar su piel, que no estaba enrojecida ni había eccema que sanar, cubrió con un montón generoso de crema hidratante lo cual parecía resultar un narcótico para la misma pues en momentos el amante languidecía aunque en otros seguía haciéndose notar.
Se vistió, con sumo cuidado, buscando ropa que no le resultase incómoda y salió a enfrentarse a esa serpiente en la que siempre finalizaba agotado y desconsolado.
Las gentes le resultaban extrañas a la mirada, pensaba que todos lo veían como lo que siempre se ha sentido, un bicho raro entre tanta normalidad.
Un pies, delante del otro, mirada cabizbaja, sin prisa pero sin pausa, camino a buscar respuestas que casi nunca encontraba y que alimentaban mas a esa serpiente, a ese camino, lo hacían más grande, un mar de dudas que golpeaban su mente y avivaban a ese fuego amante.
Una aguja, clavada en una vena, la misma de siempre, para que cambiar, ese liquido rojo aspirado y tras ese trance para algunos, ya para él algo normal, una vuelta por la ciudad.
No fue como la primera vez, la cual peor, de oscuro atardecer, dando vueltas por la calle, antojándosele un café, que jamás probaba, quería que el tiempo fuera veloz, a ritmo de los latidos de su corazón y de los sorbos de ese café caliente, casi quemando y cuando llegó al lugar, una enfermera con pinta de ser simpática le dio la buena noticia. Respiró aliviado pero siempre hay un pero… y el pero era que siguiera alerta y volviera a repetirse esa prueba a los tres meses, pues una ventana larga le quedaba semiabierta a ese virus que le podía destrozar la vida.
Una vez recorrido todo el camino hasta llegar al laboratorio de siempre, le tiraron la prueba a sus manos, como el que tira un periódico una vez dejado de leer, con desdén, escuchando a los de adentro… -el de siempre, bah psss-
Si, Fernando el de siempre, subió a casa con el sobre en mano y saco el mismo papel, tintado y con el mismo parámetro de siempre. Lo archivó junto a sus siguientes 30 pruebas del bicho que destroza las defensas al paso por tus venas y se dejó embarcar por la furia de internet. Buscando y rebuscando, leyendo foros, confundiendo su mente mas confundida y ardiendo su piel cada vez más. Tomando pastillas, narcóticos, antidepresivos de todo lo que hubiera que tomar con tal de no sufrir los latigazos de una vida que no se le antojaba nada buena… nada positiva.
Las salas de espera de los hospitales eran frías, grises, acompañadas de lágrimas, penas, olor a medicamentos, a veces a soledad, pero eran como su segunda casa.
Los médicos, primos lejanos, que al verlo siempre esperando en un banco, lo dejaban para el final, pues bien sabían que tenía una enfermedad… una enfermedad en el alma.
Los psiquiatras, bisabuelos de la mente, los dopaban y al tiempo parecían sanarle hasta que la píldora era totalmente digerida y el monstruo volvía a visitarle, de noche, de día, en la tarde.
Tocaba sus brazos y eran pellejos que rozaban sus huesos, pues el hambre no dejaba paso a su boca, cerrada a cal y canto. Su alimento, todo y cada uno de los artículos que leía y releía consciente o no de que eso alimentaba su cuerpo de forma insana.
La familia era algo más, le daba igual, vivía con sus padres pero eso no le importaba, se negó a la evidencia y el sufrimiento para él era lo que primaba.
Una noche, lluviosa, cada gota caiga en un techo de uralita que en condiciones normales a cualquier persona le relajaba y le invitaba a dormir. Fernando no estaba para eso y en posición fetal, tirado en la cama, sudando a mares, repitiéndose mil veces que ese bicho le había picado y lo sentía… vaya que si lo sentía.
Ha pasado tiempo desde esa noche, desde que ese camino en forma de serpiente no le pegaba el zarpazo venenoso que le hiciera caer.
Han pasado cosas, buenas y malas, como a todo el mundo, ha vuelto a ducharse, a ponerse ese albornoz que de momento no era esparto en su piel, quizá sí que alguna vez visitó a aquel laboratorio, cuando la mente le jugaba malas pasadas.
La hipocondría solapada en su depresión se deja ver alguna vez. De algún modo su vida para él, en todo, y a veces a Dios gracias siempre de modo negativo, nunca positivo.
Palabras… esa consecución de letras que juntas dan significado racional a algo que uno quiere comunicar.
Palabras… que suenan vacías, huecas, invisibles, que rebotan cual pelota de goma y que caen por su propio peso.
Palabras… que dictaminan, que ordenan, que agobian, que salen de quienes no deben y reciben los que no quieren.
Palabras… blancas, azules, rosas, violetas, para gusto los colores, que llenan las calles, avenidas, plazas, de esos matices.
Palabras… que entran por un oído y salen por el otro, sin más que recibir la indiferencia de alguien que no está de acuerdo.
Palabras… que componen canciones, poemas, novelas, que se clavan en los ojos y en la mente dibujando lo que uno está leyendo.
Palabras… frías, calientes, del que ama, del que odia, del que daña, del que sana.
Palabras… afirmativas, negativas, abusando de las primeras y no sabiendo decir las segundas.
Palabras… añejas, que se oxidan con el tiempo, y que el viento se las lleva a algún rincón del mundo.
Palabras… de tinta sobre un papel en blanco, dentro de una ansiada carta, que poco a poco han ido dando paso a la frialdad de un mero mensaje electrónico.
Palabras… que juzgan, prejuzgan, juegan en tu mente, te guían por un camino al que quizás no debieras seguir.
Palabras… producto de la droga más dura, que hace que todo a tu alrededor sea bonito cuando tus ojos perciben al día siguiente, que no es oro todo lo que reluce.
Palabras… que agobian, que se acompañan de palmaditas en la espalda y que entonan un << tú vales, tú puedes, animo¡¡¡>> cuando en realidad no lo ves tan claro.
Palabras… monosílabos que por un instante te hacen sentir el más afortunado del mundo o bien, el más desdichado.
Palabras… que no quisieras escuchar de la boca del de enfrente, porque asoma un olor a rencor o venganza.
Palabras… que agotan y que hunden en lo más profundo de la oscuridad, en el mosaico de tu cuerpo.
Palabras… que suscitan la envidia, la inquina, el resquemor, el rencor, que invitan a irritarte, a bañarte en un mar de amargura sin que haya un salvavidas al que agarrarte.
Palabras… falsas, verdaderas, que te las ves venir de frente, o que te duelen a la espalda.
Palabras… de un amor infinito ante Dios, ante el mundo, pero que al dar la vuelta ya no es tan infinito y se vuelve caduco.
Palabras… que molestan al de al lado, y que pronuncias aun sabiéndolo, que da igual lo que sienta.
Palabras… que esclavizan a quien las dice, que se adueñan de su cuerpo, de su alma, para algunos indiferente, para otros indispensables.
Palabras… que despiden bajo una lápida al ser que aportó algo en tu vida, y que tu se las devuelves con los ojos empapados.
Palabras… que enredan y bucean buscando lo peor del otro, para dar luz verde a que salgan y que destrocen todo a su paso.
Palabras… que no se dicen, que no suenan, y ni hace falta, solo hay que ver la mirada que refleja la persona, al querer pronunciarlas.
Palabras… solo palabras que prometen un todo pero nunca llegan a nada.
Palabras… sin hechos, desnudas, que suenan dulces pero resultan amargas.
Palabras… verborrea del que cree llevar la razón y un punto en su boca sería lo mejor.
Palabras… que ponen punto y final a un camino para llegar a otro en donde poder andar sin miedo.
Palabras… de ayuda, de alarma que a veces surten efecto y otras veces pasan de lado.
Palabras… palabras… palabras… y tantas y tantas que sinceramente a mi me hacen pensar que estoy “harto de palabras¡¡¡¡”
Ángela, que así se llama, roza sus pies calientes sobre el suelo frio de su habitación al son de la música estridente y la vibración que realiza su teléfono móvil sobre una pequeña mesilla de noche. Enciende el quinqué, y desconectado ese maldito sonido, aprovecha para mirar la hora, suspira, y si… son las 20.00 horas, y debe ponerse manos a la obra.
Se mira al espejo, y su reflejo le produce un quejido desde lo más profundo, ya no simplemente porque su pelo quemado está totalmente desbaratado, producto de haber dormido casi doce horas, sino porque su cara refleja todo lo que ella viene experimentando desde que llegó a la casa, al país… desilusión, desesperanza, añoranza, y por todos los poros de su piel y recodos de su alma, asco y suciedad.
Dicen que el agua limpia y lo purifica todo, y como si de la ceremonia del bautismo se tratase, se apremio a adentrarse en la ducha para que cada chorro de agua templada fuera resbalando por su cuerpo y de alguna manera la esponja fuera limpiando todo lo malo que se apegaba a ella cada día, cada noche y el desagüe fuera la vía de eliminación.
En un pequeño tocador, cercano a la cama desecha, se encontraba una pila de folios con numerosos tachones, en un idioma totalmente distinto al castellano.
Se podía leer entre tanto tachón la solución de unas frases en idioma anglosajón y debía pasarlas al español. Se dio cuenta de un error… también en inglés era too y le faltaba una o. Enmendó el error con un lapicero y volvió a mirar la hora. Pasaban ya las 20.30, y corriendo, casi medio desnuda pues solo tenía tapada la cabeza con una toalla, abrió el armario y cogió lo primero que le venía a la mano.
Un pantalón short muy ceñido color negro, una camiseta con demasiadas lentejuelas estampadas, que dolía a la vista cuando se intentaba mirar detenidamente, y unas botas que probablemente le llegaban hasta las rodillas.
Dos o tres gotas de perfume barato, azuza su cabello con laca a montón, un bolso azul de cremallera inexistente y se abrió la puerta de su habitación, para desembocar a un pasillo comunitario que a su vez daba paso a una larga escalera que conducía a un pequeño recibidor con un póster de New York añejo y nada más.
En la calle, los ruidos de los niños jugando, el ruido de los coches y el caer del atardecer invitaba a Ángela a dejarse llevar por su mente, y recordar aquellos momentos en los que la vida se le antojaba un juego.
En aquellos días en donde primaba más el estar ocioso y dibujar una sonrisa perpetua sin miedo a las preocupaciones que tenía la gente mayor, en aquellos momentos en donde al anochecer junto a su cama, su abuela le arropaba con mantas hasta el cuello y le contaba cuentos hasta que un filo sueño le hacía cerrar los ojos, los labios con olor a cacao re rozaban la mejilla y esperar de nuevo la llegada del sol.
Y ahí llegó, al “SOL”, un prostíbulo de mala muerte donde lo único valioso que podría haber en su fachada era ese sol que se encendía y se apagaba intermitentemente.
En la puerta, varios hombres, da igual sus nombres, que esperaban impacientes la hora de entrar y de algún modo mitigar sus deseos obscenos que sin lugar a duda no podían cumplir con sus respectivas.
-Hoy esmérate en tu trabajo muchacha, que lo mismo y todo sales hasta cobrando.
No sabía cómo interpretar esa palabra, si en realidad cobrar venía a decir monetariamente, que buena falta le hacía, o simplemente se vería obligada a sacar del botiquín algún que otro desinfectante y gasas para curar alguna que otra herida propinada por el hombre deseoso de cumplir deseos incumplibles, siendo ella la diana perfecta donde tirar los dardos.
Olía a tabaco, ambientador barato, calcetines usados y a sudor fuerte. Toda esa mezcla era horrible para los sentidos pero ella aguanto.
Se dirigió a la habitación donde su “chulo” le había dicho que la esperaban, jamás pensó que se iba a encontrar con ese cocktail de fragancias tan desagradables, pues de los hombres ya estaba curada de espanto. Puso su mano sobre el pomo de la puerta dándose cuenta de que sus uñas estaban totalmente descuidada y antes de que pudiera visualizar a la persona que le esperaba en la estrecha cama, se escuchó…
- Hazme sentir como un rey… puta¡¡¡
Dolió la palabra, pero al fin y al cabo es lo que era, aunque no lo hubiera querido nunca, pero el presente era ese.
Se desnudo y se hizo llevar por ese hombre que se introdujo en su cuerpo y en su alma como ya lo habían hecho otros tantos, que gozaba y gemía fruto del deseo y de la aspiración de polvo blanco a lo que obligaba también hacer a Ángela, sin querer, pero ella era un producto, se sentía así y debía ceder.
Al acabar, cuando el semen inquieto se desprendió de su sexo, el hombre se levantó, se subió los pantalones, se puso los calcetines malolientes, le apretó fuertemente un pecho y le susurró al oído… muy bien hecho zorrita¡¡¡.
Momento de vomitar, de echar la furia como fuese, de arrancarse la piel a tiras con el guante de esparto en aquella ducha… momento de querer dejar de ser la mujer producto.
Al salir, en la barra le esperaba un fajo de billetes atados a un cordel de goma.
-Esto no es lo que acordamos, le salió del alma pero cansada y sin ganas de escuchar lo que se le prometía oír.
-Si quieres un sueldo de Ministro, este no es el lugar más adecuado, guapa se te paga por…
-Ya lo sé¡¡¡, no le dejo terminar la frase, no hace falta que lo repita, traiga, está todo bien. Y salió del pequeño bar a la calle, objeto de improperios de hombres que estaban apoyados a la barandilla de las escaleras que tampoco se le hacían nuevos.
“si madre, usted sabe que la vida es dura, y me ha inculcado siempre el valor y la lucha, y por eso estoy lejos de ustedes luchando por un futuro para todos…
… no se me preocupen, mis compañeras de clase son muy amables conmigo y me ayudan todo lo que pueden y más, además este país me ofreció la oportunidad que allá se me cerró, usted sabe madre y gracias a su plata estoy aquí, cumpliendo el sueño de usted y el mío…
… mi niño¡¡¡ sabes que mama llegará prontico, para navidades, estoy seguro y le llevará el camión más grande que jamás haya soñado…
… cuídenseme mucho por favor y no se preocupen por mí, pronto estaré allá con vosotros convertida en toda una mujer de los pies a la cabeza… abrazos y besos¡¡¡¡
Se corto la comunicación, pues la tarjeta ya no daba para más, y no sabía que dolía más, si los guantazos de los sin nombre o las mentiras que les hacía llegar a los suyos.
En esta vida, nada se regala, todo se paga, de alguna manera u otra, nadie se salva, a otros se les hace fácil entregar el feudo y a otras personas les cuesta la vida.
Eran las 00.00 horas, el sonido de los tacones era lo único que se escuchaba por la calle, una farola cuya luz se estaba medio apagando, la silueta de la mujer con el bolso de cremallera inexistente se iba difuminando, sus ojos se tornaron brillantes para dar paso a la humedad de las lágrimas y mientras en su cabeza se le antojaba pensar el momento del regreso, de abrazar a su pequeño, de estar con los suyos, el momento en que dejara de pagar lo que le debía a la vida, de ser toda una mujer… el momento de dejar de ser una prostituta del sistema.
No importa donde, cuando ni como te encuentres, si te cruzas con la oscuridad y eres débil, te absorbe, te atrapa y te engulle. Formas parte de ella y no ves la luz, hace que se pare tu reloj y ya no hay pila que te devuelva los pies al suelo.
Era verano, no recuerda si hacia calor o ese pequeño frescor jovial que te invita a remojar el cuerpo. La primera vez que en mucho tiempo aquel joven, Jesús se llamaba, sentía que se había ganado un descanso pues el invierno fue duro, aunque si era para mejorar... bienvenido.
Entre estanterías llenas de comida enlatada y otros productos, tomaba el carro de la compra como ya lo había hecho otras veces pero sin prisa, sin mirar la hora, sin ninguna necesidad que le apremiara a ser veloz y acabar cuanto antes. Al salir, un fogonazo le recorrió toda su piel, por dentro y por fuera, no preso del calor veraniego, sino de desesperanza, de miedo, de angustia.
Hizo caso omiso a su cabeza, pues bien sabía que le fustigaba malas pasadas jugando al camino psicosomático por donde intentaba dirigirle, apretó el dispositivo de la llave de la puerta del coche ,la abrió y se adentró.
-Vente corriendo, o ve a casa, quédate con Luna, le ha pasado algo a María y lleva tiempo en el hospital. Eso creyó escuchar entre sollozos... y se cortó la comunicación.
Por un segundo el calor penetrante de su cuerpo, iba subiendo más y más hasta llegar a resultar incómodo.
La llegada no resulto menos agradable pues a lo lejos se veía ese letrero verde, en lo alto de un edificio con muchas ventanas, ese “hotel que pagamos todos” y en el que a ninguno nos gusta hospedarnos.
Había gente, y se apaciguo por unos segundos el fuego que le envolvía al roce frío que desprendía el aire acondicionado... como dos polos opuestos que se atraen.
Su corazón latía pero a la vez una sensación de tranquilidad extraña le envolvió, se apoyo en una columna de la sala principal y mirando a la derecha, dejo caer una gota de su ojo al suelo.
No eran buenas las noticias, los dedos de sus manos se juntaron, se entrelazaron y esa fue su actitud.
- Tengo que comprarme un traje porque voy a una boda... y vosotros que, sois como zipi y zape, y ya ni nos vemos ni nada, tendremos que quedar...
Ese pequeño recuerdo es el que le queda de su rostro, de su voz, de su sonrisa, de su TODO. Hacía probablemente un mes de aquello.
La estancia en la segunda planta del hospital se hacía interminable, pasaban las horas y enclaustrada en una habitación anexa, por familiares y demás, no se dejaba entrever ni tan siquiera un poco de su silueta, aunque acostada.
Acudía gente, como si fuera una fiesta, pero con la diferencia de que en lugar de entremezclarse sonrisas con alcohol, se unía el llanto con la tila.
Las puertas del ascensor se abrieron y una señora bajita, de edad avanzada, con gafas oscuras y portada entre dos señores, andaba a pasos agigantados, veloz y con tez compungida, era la matriarca, y como se le podría hacer entender que sobrevivió a su semilla, que el ciclo de la vida en esa ocasión no fue cíclico. Temblaba, le habían arrancado el alma.
Su corazón dejó de latir mucho tiempo antes de que todos llegaran, pero de algún modo pretendían tapar la realidad, quizás para suscitar un poco de fe en que María volvería.
Pero no, ella viajó demasiado pronto, sin avisar, sin dejar una nota, con un billete de ida, no retornaría, no habría mas sonrisa que ver, mirada que observar y TODO que algunos admirar.
Tres días en los que Luis, su compañero en la vida aguantó entereza, pésames, lágrimas propias, y de los que allí se encontraban acompañándole, abrazándole en el dolor y apoyándole sin poder hacer mas... ya no se podía hacer más.
Un periplo que Jesús, el chico que por una vez pensó que se había ganado el verano por aguantar el invierno, se le hizo agridulce.
Los campos de trigo dorado que se movían al son del viento, ardieron, no quedo tallo que recuperar, se había llevado con ella una parte de su mente, dejó un vacío y de algún modo tendría que marcar o dejar huella en su cuerpo.
Pasado el trance de la sepultura, Jesús arrancó su coche, ya sin la quemazón en la piel, se fue alejando del jardín de lápidas y flores de plástico, sereno, pero con rabia porque en el fondo de su corazón sabía que no era momento de viajar para no volver, que ese avión no era para ella, pero que cogió embarcándose sin llevarse a nadie... sola, dejando tristeza y desolación.
Ahora la mente de Jesús tendría que hacer ademanes para recordar los momentos vividos, pocos pero intensos y a veces de camino a casa lloraría como un niño al volante, escuchando música para la ocasión.
Me lo encontré por la calle, cabizbajo y con las manos en los bolsillos. Portaba una boina aterciopelada, una camisa verde y un pantalón vaquero... le pregunté, que tal le iba... me contestó solo esto... “sabes Pablo, a veces me imagino a María, allá donde este plasmada en un lienzo de fondo oscuro sentada en una roca y su silueta pincelada de azul, por su cara resbala un fino camino del mismo color, mirando hacia un lado y diciendo con voz baja y rasgada... yo no quiero estar aquí.
Los niños bien pero el mediano le dice al mayor, por qué no apagas su móvil si mama ya no está...