martes, 24 de agosto de 2010

Solo los dos


En una pequeña villa cercana a la gran ciudad, discurrian los dias grises como las aves pasaban revoloteando en busca de un misero mendrugo de pan comido por el moho. Y es que por aquella época, en la que el resonar de tambores de guerra y escopetas cargadas de balas mortiferas las cuales aun no tendrían dueño definitivo, era lo único que primaba... olores a una guerra venidera y debastadora.
En España los ajetreos políticos se sucedían al instante y José, que era un pequeño hojalatero de mala reputación, obviaba esos temas bien porque su pobre mente no daba más alla de los pocos meses que estuvo en la escuela de San Pedro y de las cuatro reglas mal sabidas enseñada por su comadre que se hizo cargo de él desde que era muy pequeño. El prefería ir de lugar en lugar buscando por los contenedores cualquier pieza brillante de lata o de metal para subirlas posteriormente a su carromato un tanto oxidado en sus entrañas por el mal tiempo que le acaeció en la interperie de su vivienda chabolesca. Nunca le faltó nada para meterse a la boca, eso decía orgulloso a aquellos que intentaban reprimirle por su simple hecho de tener la piel del color de la aceituna, y siempre tenia en su cara una sonrisa un tanto dibujada de tristeza y a veces de valentía porque cualquier sobresalto que se le presentaba; como cuando la pareja de cíviles lo mantuvieron encerrado dos semanas en una choza por haber robado cuatro arrobas de lentejas del puesto de doña Engracia; salía airoso de el mismo.
Víctima del miedo que acontecia en las calles con la llegada de los soldados combatientes, muchos de los habitantes de la villa salieron huyendo despavoridos con lo mucho o poco que sus carros y sus propias manos dejaban llevarse, pues lo principal era salvar sus vidas.
José y su comadre solo se tenían el uno al otro y ésta última rondaba ya los 80 años como poco, por lo que pidió a su ahijado que se fuera sin ella puesto que no querría serle de mucha carga y en su estado de salud, un tanto decaído, sin duda que lo sería.
Tras sollozos, lágrimas, negativas y demás ella consiguió que su José se despegara de ella y quedarse en la villa junto con otros cuantos de habitantes que le harían un pulso a la contienda que pocos dias después tendrían que sufrir en sus propias carnes... el fuego de los fusíles.
Caminó, caminó, caminó por muchos parajes desconocidos, caminos inciertos, oscuros, matorrales infernales, rios turbios a los que tuvo que ir a nado, exhausto, dias enteros usando como unica herramienta sus dos piernas que ya se estaban entumeciendo y llenando de llagas infectadas por la falta de higiene, hasta que una noche, dejando su mente sentada al lado de su comadre con quien tantas y tantas tardes habia estado tomando una tacita de cafe de puchero, se desvaneció y cayó a una poza.
Al abrir los ojos se encontró en una pequeña habitación despoblada de muebles, pero que para él era como un pequeño palacio a juzgar por las estancias en las que el pobre pudo posar de vez en cuando su cuerpo pues jamás habia dormido en una cama sino más bien en un saco de arroz lleno de alpahaca que el señor Paco le cambiaba por cuatro latas de aceite que se encontraba junto a los surtidores de la estacion de ferrocaril.
Cuando poco a poco fue recobrando el conocimiento y más se iba dando cuenta de que no era un sueño lo que el tenía sino más bien una realidad certera se le apareció una mujer bastante lozana y con una melena rizada que paraba su desprendimiento al llegar a la espalda.
-¿Donde estoy?- preguntó con voz aquejada. -En Madrid, te encontramos tirado en una poza a las afueras de Carabanchel pero descuide, solo ha sufrido un desvanecimiento y poco mas que deshidratación, se recuperará. Disculpe pero soy Angela, su enfermera.
Esas palabras le sonaron a gloria puesto que ya no solamente se encontraba bien cuando pensaba que habia llegado su fin, sino que tenía enfrente a alguien a quien el querría como su amor, su vida y la madre para sus futuros hijos.
Vino todo rodado, su pronta recuperación y el comienzo a trabajar como mecánico para el padre de la amable enfermera que le cuido en todo momento durante su estancia en el hotel Ritz... dicho hotel fue transformado en hospital de campaña debido a la guerra y hasta su fin no podría albergar solamente más que pacientes, médicos, enfermeras.
Del conocimiento de ambos se pasó a la cercanía y ésta dejó las puertas entreabiertas para la amistad más pura, necios al no saber que algo se complicaría muy pronto.
Ella provenía de una familia acomodada y muy católica que por aquellos años se estilaba mucho, tenían cultura y buen hacer para con todo el mundo, iban a fiestas de altos cargos de la época y ella no podía despintar teniendo un amor un tanto ajeno a todo aquello y sobre todo de raza gitana, estaría muy mal visto.
Las idas y venidas en horas intempestivas hacían presagiar lo peor a los padres de Angela que pronto se dieron cuenta de que algo en su actitud no era normal y la siguieron, cuando se dieron de bruces al ver lo que vieron... su hija besandose con el pobre mecanico gitano de su flota de autobuses¡¡¡
Lo que vino despues se escapa al razocinio de cualquier persona caval: reproches poco infundados, excusas mal trechas, insultos bajos, prohibiciones por doquier y amenazas a la antigua usanza, todo ello mezclado con el amargo sabor de lo que en todo ello desembocaba... un adios insofacto que les desolaria el jardín que a base de esfuerzo fueron creando y que en pocos segundos acabaría siendo pasto de las llamas de la injusticia mas severa.
A pesar de contar con 23 años, la joven fué mandada por recomendación del señor Galván de Ahillones, amigo y empresado muy reputado del padre de la chica, a ejercer su profesión como cuidadora enfermera a las afueras del país, concretamente a Portugal, de mano de una religiosa que llevaba en su mando la misión contra la guerra y alli atendia junto a sus hermanas misioneras a todo aquel caído o derrotado en la guerra del pais vecino. Hacian falta muchas mas manos para tan poca ayuda y cualquiera que viniera con el claro fin de ayudar seria bien recibida.
Ella tenía clarísimo que su fin era ayudar a los necesitados tanto en espiritu como en salud, pero también sabía que su marcha era para romper lazos con su agitanado amor quien tanto quería y adoraba.
Pero una madrugada, el coche que la transportaría hasta la estación de Atocha llegó y al arrancar el tren e ir rodando paso a paso por las vias del anden, se iban desgranando cada uno de los sueños que querían materializar en no muy lejano momento y que ya no volverían jamas. Una mirada tras el cristal del tren, un acomodo de pelo, una lagrima atravesandole la cara y un hasta quien sabe cuándo amor mio.
Pasaron muchos años tras de esa despedida en la que José no estuvo presente, muchas penalidades que tuvo que sufrir luchando en el frente de la guerra al ser llamado para cubrir filas por los caídos en ella. En ningún momento se olvidó de ella, sobre todo cuando sus compañeros se mofaban de él regalandole improperios referentes a su raza que el con un traspiés se los despegaba. Él se alimentaba de recuerdos y de pensamientos positivos pues en el fondo creía que su amor jamás se acabaría por muy lejos que estuviera el uno de la otra, por muchas adversidades que tuvieran que sufrir como pago a ese amor tan puro, por mucho que las diferencias raciales se hicieran palpable a los ojos de muchos pero que por encima de todo aquello, ellos volverían a ser felices.
Desafortunadamente, una noche de guardia, un proyectil que provenía de un helicóptero militar, impacto sobre la garita donde José y sus compañeros, más de ocho, estaban descansando y quedo solamente la luz brillante y centelleante que la metralla contra los cuerpos de cada uno dejaba escapar.
Una carta llegó a las manos de la ajetreada enfermera, que por aquel entonces se volcaba en su trabajo para no tener que pensar en lo difícl que se le hacía estar separada de José. De pronto, una vez subio su mirada tras leer la carta su cara pareció palidecerse, sus labios tiritaban cerrados siendo el preludio de una cascada de amargas lágrimas que al poco habrían de caerse de sus ojos claros, pues su amor había caído.
Cogió la carta, subió tan rápido como pudo las escaleras hacia una sala vacía y allí se sento, cercana a una gran ventana que daba al patio exterior. Miró al cielo y como si estuviera en el tren donde se despidió amargamente de todo al irse a donde ella ahora mismo estaba, lejos de su amor, cerró los ojos y volvió por unos minutos atrás: "Cariño, te quiero tanto y tanto me haces feliz, que cada día me acuerdo menos de lo malo y triplico lo bueno a tu lado. Oh tanto amor me das que en mi muerte que espero que sea tarde me sentiria dichoso por lo que me he llevado de ti. Me encantaría estar contigo el resto de mi vida, tu y yo, solo los dos".
En la mano derecha tenía un monton de píldoras utilizadas para los combatientes caídos con el fin de paliarles el dolor que les producían sus cuantiosas heridas y amputaciones. Se contaban como unas cincuenta pastillas todas del mismo color.
Una a una, fue metiéndoselas en la boca, como el que come pipas y se las traga sin pelarlas ni nada, así hasta treinta, y ya se iba encontrando un poco indispuesta, pero no tanto como para no llegar a la cincuenta pastilla. Ella quería desaparecer, su amor era tan fuerte que ni la muerte quería que se lo arrebatara. Y al son de la última pastilla dirigida a su boca, su mente volvió a retonarse al pasado y su voz en el presente más absoluto se dijo... tu y yo... solo los dos.