viernes, 1 de febrero de 2013

EL DIA QUE NACÍ YO

Una primavera de hace 31 años, mi madre se retorcía de dolor pues una pequeña criatura de 3 kilos 800 gramos vendría al mundo para ser un habitante más y formar parte del mundo. Costó que saliera, tuvieron que utilizar fórceps para separarme del vientre de la parturienta. Esto se me antoja como presentimiento de que no quería salir a la luz, al mundo. No quería subirme al carro porque algo malo podría acontecer en la vida que me regalaban, envuelto en una bolsa parecida al papel celofán que pronto las enfermeras limpiarían. En el momento en el que cortaron el canal de comunicación con mi madre, se desató el llanto y ya se pudo afirmar que Sergio, así me llamo, había venido al mundo sano. No tengo recuerdos de esos momentos, solamente un pequeño telegrama que mi abuela materna mandó a mi padre, que se encontraba trabajando en Bilbao, contándole la buena nueva. Llegaba a casa el tercer niño, para algunos queridos, para alguna (mi hermana) envidiado, porque de buenas a primeras le quité el puesto y su cuna, que le afectó demasiado y ahora que lo contamos esbozamos ambos una sonrisa. Me quitaba el chupete, y en fotos se puede apreciar como tenía la boca sumamente irritada por ello. Yo amaba los trenes, me encantaban y de hecho me siguen gustando, y no había ocasión en que le pidiera a mi padre que me pintara trenes con el humo de la chimenea y las vías, los vagones... tenían que ser perfecto, sino no me gustaba. Fui bautizado como todo hijo de Dios pero ninguna foto hay que lo atestigüe, se conoce que para ese día no se habían inventado las cámaras de hacer fotografías, que curiosamente en el bautizo de mi hermana sí, (también me lo tomo como algo gracioso). Me hubiera gustado tener ese recuerdo. Todos en la vida tenemos alguien o algo importante a quien amar, por quien llorar, que te hace sufrir, pensar, agobiarte o retorcerte de dolor. Cuando eres niño no tienes sentido de la responsabilidad pero curiosamente, aunque esté mal que yo lo diga, esa parte se reflejó en mí a muy temprana edad y me preocupaban aspectos que solamente podría afectar a personas mayores, como por ejemplo, que a mi madre o a mis hermanos les pudiera pasar algo... Mi infancia fue bonita, con sus pros y sus contras, crecí en el seno de una familia humilde pero acomodada, no me faltó de nada, ni material ni afectivo, pero siempre que me surgía alguna cosa que se me escapaba de mis manos me envolvía en una capa ficticia acompañado de un llanto silencioso para muchos y no me desenvolvía hasta que no quedara tranquilo y se solucionara. Mi carácter ha estado marcado por la timidez y la introversión hasta el punto de tener un sentido del ridículo demasiado alto. Recuerdo que en carnavales, cuando cursaba 5º de EGB, la profesora nos mandó hacer un traje con cartulina para después hacer un teatro en el que mis compañeros y yo cantábamos, pues bien, ese día buscaba las habichuelas para no asistir a clase por miedo. La estancia en mi colegio fue de lo más normal, con sus bajos y altos. Se me daban mal las matemáticas... y a quién no, se me antojaban aburridas, no comprendía porque me tenía que aprender una larga tabla de multiplicar si al día siguiente cuando iba por la del cinco la del tres ya estaba en los anales de mi cerebro. En 3º de EGB, mi maestro en un examen de matemáticas en la que tenía que resolver una raíz cuadrada, viendo que todos mis compañeros habían salido del aula mi piel se iba tornando cada vez mas rojiza y mi papel mas blanco y tal era mi decepción que me levanté del asiento y fui a su mesa y me resolvió la raíz cuadrada. Después me dijo: si no me has hecho nada del examen ¿qué pasa? y yo muy compungido le contesté: bueno, si tiene que suspenderme, suspéndame. Guardo muy buen recuerdo de esa anécdota y por circunstancias de la vida sigo teniendo contacto con él. Como he dicho, mi sentido de la responsabilidad y la afectación de los problemas cotidianos de mi familia me dañaban mucho, hasta se reflejaba en mi cuerpo a modo de llagas o úlceras en toda la mucosa oral, que desde que tengo uso de razón sigo llevándolas a cuestas como una losa. Llegué a tener una en la campanilla de la garganta que me la deformo hasta que se cerró, me ocurrió a los 22 años. Recuerdo un día de campo en el cual, al abrir la cancela de entrada y se dibujaba la silueta de mi abuela a lo lejos, con su batín de listas azules en distintos tonos y su rebeca gorda de color vino tinto. Mi madre desde lejos vió que en su mano portaba un bastón y eso para ella fue como si un jarro de agua fría se la hubiesen echado encima, se puso a llorar diciendo… ayy mi madre que mayor¡¡¡¡ y yo callado, lloraba por dentro pensando lo mismo, me pareció triste la situación y desconocida para mí a pesar de ver a tantos abuelos con bastones pero era mi abuela, me afectaba mas. De ella he heredado el gusto por los pistachos… como me gustaban, y las castañas “pilongas” que estaban duritas y dulces. Con 12 o quizá 13 años, la vida me iba a dar un revés que duraría nueve meses, lo que un parto pero esta vez convertido en desaparición. Mi madre bajaba la calle de casa de mi abuela llorando, yo esperando en el coche de mi padre y ella diciendo que su madre se moría, que su madre se moría... Yo lloraba, por fuera y también por dentro, porque era mi abuela, no sabía aun lo que era perder a alguien y si lo podía soportar. Mi madre era la pequeña de seis hermanos, y en la enfermedad de mi abuela, tremendo huracán que arrasa con todas las células de tu cuerpo, hizo las veces de enfermera. De ella heredó el trabajo de mi abuela, trabajar como limpiadora de un colegio instituto católico de Badajoz, casi podría decir con certeza que mi abuela fue la primera limpiadora de ese centro. La mente de mi abuela había mermado, se le iba la vida poco a poco y a los que estábamos alrededor también, sobre todo a mi madre. Una madrugada muy fría de invierno, con una niebla espesa, llamaron a mi madre que ese día había dormido en casa y no con mi abuela, y sin saber el motivo, mi madre se vistió y se marchó. Yo dormía con mi hermano en una litera, en la cama de abajo, escuché el teléfono y a mi madre hablar, y en el momento que se cerró la puerta, me fui al balcón del piso y me quedé mirándola, vestida con una falda negra. Hasta que no se disolvió su figura andando a altas horas de la madrugada, sola, camino de la casa de mi abuela, no me moví de allí pensando que de algún modo yo protegería a mi madre si la visualizaba aunque fuera de lejos. Después volví a la cama y ya no pude dormir. La muerte de mi abuela fue un acontecimiento que me invitaba a ponerme la capa. Estaba desconcertado y me preocupaba mucho mi madre, verla vestida de negro, llorando. No podía aliviarle su dolor lo cual me hacia pensar lo horrible que sería para mi pasar por ello, y mas me alimentaba mi preocupación. Una madre es una madre y con eso creo que se resume todo. Hacía poco que mi abuela ya no estaba con nosotros físicamente, pero si un paquete de pistachos que mi madre se había encontrado bajo el cojín del sillón donde ella se sentaba… Años después, comenzó otra etapa de mi vida. Había dejado el colegio en el que estuve desde los cinco añitos y fue un verdadero orgullo para mis padres que yo fuera el único de mis dos hermanos mayores que sacara el graduado escolar y decidiera seguir estudiando. Desde muy pequeño quise ser ATS o médico. Eso se lo contaba a mis abuelos paternos de los que tengo recuerdos buenos y amargos, sobre todo por mi abuela que perdí hace poco y que tanto confiaba en mis posibilidades. Pasé de la EGB al BUP, lo que es hoy parte de la ESO, y decidí cursarlo en el mismo instituto donde trabajaba mi madre, un error que iba a pagar muy caro y que me iba a marcar más aun mi carácter para el resto de mi vida y que hoy por hoy sigue dando coletazos. Durante mis tres años de curso fui victima de lo que hoy se llama violencia en las aulas. No sabía el motivo, pues yo estaba acostumbrado a estar con gente, chicos de mi edad, que me aceptaban como era, y ni tan siquiera se le pasaban por la cabeza improperios terribles hacia mí que arañaban mi piel y me dejaban noqueado por instantes. Recuerdo la primera vez que entré en aquel instituto. Desde muy pequeño estuve vinculado a él porque, mi madre, cuando por algún motivo se enfadaba conmigo o mis hermanos, nos castigaba el viernes a irnos con ella a trabajar y ayudarle a vaciar papeleras, por tanto, me conocía casi al dedillo el centro, que hoy por hoy es igual. Pasillos largos, puertas verdes de hierro antiguas, paredes blancas y desconchadas. Olor a tizas. Por algún error burocrático yo no aparecía en ninguna de las dos listas que estaban pegadas en las puertas, lo cual hubiese sido un alivio para mí porque desde el momento en que crucé la cancela, fui victima de ojos hostiles de personas que no conocía y que me intimidaban e invitaban a ponerme la capa pero para ellos era transparente. En secretaría, dieron con el problema y me dijeron que mi grupo era el A, que fuera a la clase y lo comentara a la tutora. Ya no había nadie en los pasillos, todos en clase, no se oía ni un alma. Mi temor crecía a cada paso que daba y me iba acercando a la puerta. Llamé y se abrió, como un fuego abrasador convertido en carcajadas me esperaba a modo de bienvenida. Después de las risas y el cachondeo días posteriores, porque cada vez que pasaban lista yo no aparecía y el simple hecho de decirlo era objeto de burlas de los que me cuesta llamar compañeros. Llegó el momento del silencio, del tragar y tragar y tragar y tragar, sin decir nada, sin saber defenderme de burlas, vejaciones, nunca físicas aunque las hubiese preferido, porque esas duelen en el momento, luego pasa el dolor. Las psíquicas sí dan con una mente tan sumamente sensible como la mía remarcan y arrasan casi de por vida, aunque parezca una exageración. No tuve amigos, nadie en quien apoyarme, solo los libros, era mi distracción, era un alumno 10. A la salida del instituto yo no tenía un corro de amigos para salir o jugar, y contarle mis problemas, tomar un refresco, ir al cine... era yo y solo yo y mis libros. Era el empollón y más tarde el maricón. Nunca me pregunté porqué lo hacían o quizá si. Y a cada sobresaliente que sacaba, más burla en voz alta suscitaba. Cuando mi abuela murió, mi abuelo solía bajarse a las once de la mañana a casa o bien se iba al hogar del pensionista a echarse su partida de cartas. La casa de mi abuela era mi refugio durante la media hora que duraba el descanso, mientras los demás hablaban de mí, de mi carácter, molestaba el simple hecho de que estuviera allí, en la misma aula, incluso de que respirara. Era un muro de carga, que no sabía cuanto iba a aguantar. El camino al instituto desde mi casa se me hacía eterno y siempre era cuesta arriba no solo físicamente sino también mentalmente. En un tramo del camino, había que cruzar la vía del tren a las 8.45 de la mañana, había que tener cuidado puesto que era peligrosa la bajada y encima no había iluminación. En una de esas bajadas, la humedad estaba permanente y yo llevaba las llaves de casa de mi abuela en la mano, no recuerdo bien si había pasado el tren, pero sí el frío que hacía. Al bajar, un traspiés hizo que me cayera en mitad de la vía, perdiendo la llave entre las piedras, y por una mala casualidad del destino, supongo, tres de los que compartían aula conmigo bajaban tras de mí, me vieron en el suelo, pasaron sorteándome, riéndose de mi caída y poco más. Yo como pude me levanté, mi mano raspada por las piedras y helada de frío acrecentaba más el dolor pero no sabía bien si eso era peor, o más bien lo que se me vendría encima cuando esos tres dieran la noticia. Ese día no pude ir a casa de mi abuela pues la llave a saber donde estaría, y toda la media hora de descanso me la tiré escondido tras un matorral, de pie, mirando el reloj de vez en cuando, e intentando reponerme un poco y engañando a mi cabeza pensando que todo acabaría pronto. Y cada día más cuesta arriba me producía el tener que entrar en ese lugar, el estar en boca de todo el mundo, incluso de cursos adelantados, que cuando se hacían eco de mi presencia se ponían apoyados en la pared y a su paso me daban una colleja y yo supuestamente tenía que adivinar quien era. A ese juego le llamaban “el paseíllo”, que yo sufrí quizá dos o tres veces. Yo era listo en materia de clase, pero la gente era lista en materia de hacerme daño y con saña, total, yo no sabía defenderme, quizá hasta llegué a pensar que era normal que se comportaran así conmigo. Eso les valía para hacer de mi mente una diana y tirarme sus dardos envenenados cuando ellos quisieran. Tiraban en los pasillos papeles, cáscaras de pipas, pegaban chicles al suelo a la par que decían que para eso estaba mi madre y así se ganaba el pan “gracias a ellos”, como si encima le hicieran un favor. Incluso una vez escuché que si mi madre limpiaba la casa igual que limpiaba el instituto yo seguro que viviría en un estercolero. Y yo, como polvo, lo tragaba, no decía nada, no me podía defender, me anularon como persona, y sin saber como lo que comenzó siendo un mero granizo se convirtió en iceberg imposible de romper. De hecho, todas las noches, rezaba un Padrenuestro y un Ave María, en silencio, en mi cama litera de abajo para que mi hermano no me escuchara y también se partiera de la risa porque necesitaba rezar, porque tenía miedo de lo que me podía encontrar al día siguiente. Me preguntaba qué otro defecto verían en mí para arremeter contra él. La suscitación de querer saber mi orientación sexual también fue objeto de burla, aun cuando ni yo sabía si me iba más la falda de la profesora de Inglés o el pantalón del profesor de Biología. Sarasa, bujarra, maricón, primavera, parguela, mariquita, se te ve el plumero, risas y más risas tras esos comentarios persistieron durante los tres años que estuve allá. A pesar de que sólo me faltaba un año para terminar, entraba en COU, o lo que es hoy 2º de Bachillerato, primaba ya en mí el cansancio de un todo que se me hacía amargo. Estaba harto de tener que irme a mi casa, como si nada, diciéndome a mí mismo que todo iba bien cuando no era así. Pasaba los veranos solo, sin nadie, no tenía amigos y ni tan siquiera compañeros. Hoy viéndolo desde lejos caigo en la cuenta que fui objeto de burlas por mera envidia, o eso quiero creer, primaba o el parar la fiesta interminable o volverme loco. Puse fin de la manera más drástica, dejando de estudiar, y eso cayó en casa como si de una bomba atómica se tratara. Mi madre no lo podía entender, porque era brillante en los cursos, sobresaliente casi en todo. Estaba a un solo paso de llegar a la universidad pero no fue así. Y comenzó mi segunda penitencia. Mi madre supongo que ajena a todo lo que me aconteció porque yo me lo callé intentaba de muy malas formas que volviera al instituto. También tuve que aguantar insultos por boca de la que era y es mi familia, me rebajaron tanto como persona fuera y dentro de casa que terminé por creérmelo. Bajaba la persiana como quien baja el telón de un teatro donde la obra que se ha visto ha sido tenebrosa, se tornaba la estancia toda negra, oscura, hacía un bocadillo entre mi cabeza y la almohada y así pasé cinco años de mi vida, hasta cumplidos los 23. Lo que me pasó en el instituto pasaba en casa, era como tenerlo de nuevo en la salita de estar o en la cocina porque encima cambiamos de piso y nos fuimos a vivir justo al lado del mismo. Por las mañanas el sonido de la sirena del cambio de clase o de la hora del recreo se escuchaba desde mi habitación y ese sonido era como un nido de abejas que zumbaban y me picoteaban por las venas. Lo más curioso era que incluso mi madre, creyendo que hacía bien, me metía en casa, a la hora del recreo, a gente que me había insultado, vejado, hipócritas, para hacerme cambiar de opinión y volver a clase. Cuando se iban mi sitio estaba en el cuarto de baño donde me metía los dedos para vomitar. Objeto de habladurías, risas de mis padres, insultos, afirmaciones tales como que no valía para nada, que era subnormal, que incluso estudiando no valía ni un céntimo. Tuve que aguantar y dando la callada por respuesta o bien para paliar los ánimos les decía que al año siguiente volvería a estudiar, que me dieran tiempo y confianza. Tenía miedo de enfrentarme al mundo, si salía, muy de vez en cuando, tenía complejo de todo tipo, pensaba que todo el mundo me miraba, que en la frente tenía pegado todos los improperios suscitados en el instituto. Si me encontraba a alguien de los que me acompañaron en los cursos, cruzaba la calle por terror a que me vieran, y en mi casa cada vez me sentía más solo y hundido. No lo pretendía y a pesar de todo hoy por hoy aunque parezca mentira tampoco lo pretendo, pero he visto a esa gente y nadie, absolutamente nadie me ha pedido disculpas o se ha interesado por mi vida tras mi marcha. Era de esperar. Ni tan siquiera tuve suerte de dar con especialistas que pudieran ayudarme y a veces pienso que no podían porque yo ya estaba herido de muerte. Eso resultaba ser una losa tan pesada en casa que lo mismo me echaba como si fuera un apestado o algo parecido. Desde los 19 años que decidí dejarlo todo hasta los 25, hubo un parón tan sumamente grande que mi única válvula de escape, hasta que Internet entró en mi casa, era la música. Me tiraba horas y horas escuchando música, pensando o más bien soñando que yo era intérprete de canciones que yo escuchaba una y otra vez, que era aclamado positivamente por un público, que valía para algo, que me QUERIAN. Pero todo era un sueño, que en cuanto se apagaba el equipo de música el mundo seguía girando y yo permanecía quieto. No me aceptaba a mí mismo porque en parte eso me habían inyectado queriendo o sin querer durante todo el tiempo Necesitaba que me insuflaran optimismo, que valía la pena vivir aun cuando se me pasaba por la cabeza el desaparecer para siempre, que yo tenía un papel que desempeñar en el mundo, que era muy joven para pensar en morir, que me quedaba mucho por descubrir, que podría ser ALGUIEN. Todo era desilusión, las palabras de mi familia cada vez se imprimían más en mi carácter, pues si ellos decían que no valía para nada, cómo no iba a ser verdad si eran los que mejor me conocían. También me lo creí y hoy en día sigo a veces pensando lo mismo. En una ocasión tuve la mala suerte, por decirlo de algún modo, de dar con un desaprensivo que me lo hizo pasar bastante mal. Una de sus afirmaciones en un café se hizo realidad: tu depresión te ocurre porque no has pasado nada malo así es que te deberían dar un PALO bien grande para que espabilaras. Y dicho y hecho. Se obsesionó con mi persona, no sé que es lo que veía en mi, quería algo más y yo no le podía dar lo que pedía pues no sentía más que amistad y ya para mi era mucho. En mi vida me costó confiar en la gente y es algo que llevo arrastrando desde entonces. Caí enfermo, y una simple infección urinaria se convirtió mentalmente en un pseudo-VIH, sífilis, gonorrea, cáncer... o lo que es lo mismo, mi mente se había sumergido en el virus de la hipocondría. Buceando en Internet todas las enfermedades habidas y por haber, todos los síntomas, consecuencias... todo lo tenía yo. Fue tal el abismo en el que me envolví, que en mi cuerpo no quedaba lugar a pinchazos, analíticas, pruebas y pruebas de todo tipo. Un dossier de más de cuarenta pruebas en un año, asistencia a médicos, a urgencias del hospital como el que va al supermercado. Un sábado me vestí con “mis mejores galas” y me fui derechito al hospital para que me vieran, porque estaba en lo cierto de que tenía algún mal físico grave. Todo el cuadro médico me conocía por mi nombre sin necesidad de pasar por el mostrador de citaciones, ya me dejaban por perdido y es que lo cierto era, que mi mal estaba en mi mente y eso se materializaba en mi cuerpo. Llegué a pesar 50 kilos midiendo 1.87, casi anémico, se me veían las costillas y las podía palpar, y mi “amante de fuego”, que hoy en día a veces me acompaña, me prometía dolor y más dolor en la piel, como si de una quemadura solar se tratase. Era tal mi obsesión que una noche en posición fetal en mi cama estuve repitiendo como un loco que tenía VIH. En casa mi estado no pasó desapercibido, mi madre no sabía cómo reaccionar pero lo hizo. Y de una consulta de medicina general en donde la doctora se llevó las manos a la cabeza, lo cual era normal tras haberle mostrado lo que en menos de un año me había sometido, me derivó urgentemente a salud mental. Me daba la sensación de que volvía para atrás como los cangrejos, mis huesos desembocaron en un gabinete psiquiátrico en donde el especialista dio con la tecla, me medicó y poco a poco el fantasma de la hipocondría fue disminuyendo que no desapareciendo. Pensaba que no era tarde para retomar mi vida y me preparé en tan solo un mes la PAU para mayores de 25 años, superando mi miedo a las aulas, porque ahí fue donde comenzó todo mi periplo, sacando nota como para hacer lo que quería pero la mala suerte volvió a llamar a mi puerta y ese año no pude cursar enfermería a pesar de haber sacado nota. Volví a hundirme, a sentirme que no valía para nada y peor fue cuando por suerte me admitieron en enfermería y tuve que dejarlo porque el fantasma del pasado me visitó de nuevo y no me sentía con fuerzas para seguir. La palabra “miedo” y el “no puedo” se instalaron en mi mente condicionando mi vida, ayer y hoy. Además la muerte de mi abuelo materno, que fue lenta y horrible también minaron mis ganas de seguir adelante, pues había perdido casi a un padre. A pesar de tener a gente que confían en mis posibilidades, que me comentan que valgo mucho, que puedo con todo, a día de hoy me cuesta creerlo y casi me lo niego. Dicen que me he permitido muchas licencias, que soy pesimista, pero yo les respondo lo mismo... soy realista o la realidad que yo vivo es distinta a la que perciben de mi los demás. Puede que tengan razón, pero de lo que sí tengo claro es de permitirme una licencia todos los días... a las 11.30 de la noche, recorro con mi coche de camino a casa de mis padres, en donde vivo, un camino largo, escuchando la música en la que tanto me apoyo, me sumerjo por Badajoz hasta llegar al barrio de San Roque, y en un lugar de ese barrio, paro, miro el edificio y en mi vuelven a surgir los olores que perdí con los años pero que se han quedado plasmados en mi recuerdo. Después sigo adelante, llegó a mi casa, cierro la puerta, entro en mi guarida, me tomo mi pastilla para dormir y espero que el día siguiente sea mejor deseando poder ser ese alguien a pesar de haber cumplido ya los 31 e intento superarme día tras día. En la actualidad estoy cursando un ciclo de grado superior: Anatomía patológica, que espero acabar este año solo que comenzaré en enero puesto que en septiembre, esclavo de mi mente y de mi “no puedo” volví a recaer en este mal psíquico llamado depresión, pero que con ayuda poco a poco espero de ir recopilando armas para no dejarme vencer tan pronto, aunque tenga sacudidas y desconfianza. Todo este mar de párrafos y más que podría contar los podría resumir en una estrofa de una copla conocida y que da titulo a mi historia, a mi verdad... ... el día que nací yo, que planeta reinaría, por donde quiera que voy que mala estrella me guía... Espero que esa estrella desaparezca, pronto, que ya es hora. GRACIAS por sacar de mí, parte de un todo reducido en palabras. (J.Mª Fdez Chavero)

Datos personales

Natural de Badajoz (Extremadura), que a medida que he ido creciendo me he dado cuenta de que los caminos de la vida son bastante inciertos y muy dificiles de cruzar, o al menos para mi lo han sido, de ahí que en parte quiera plasmar en este humilde blog, todo lo que mi cabeza me deje plasmar en forma de relato... vida, muerte, alegria, tristeza, historias reales y con matices de ficción pero que en definitiva, al terminar de leer te dejen un momento de reflexión.

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