jueves, 10 de junio de 2010

Lágrimas de cebolla


Abría la ventana de su dormitorio como el que abre una compuerta de agua turbia, pues necesitaba despojarse de todo lo malo que en el ambiente parecía haberse quedado durante la noche, la larga noche.
A medida que iban pasando los minutos y segundos, el olor a tabaco dejaba paso al aroma de la calle, de sus ruidos, de su aire. Asomó la cabeza y fijó su mirada en un pájaro que debía tener un ala rota por la forma de volar que tenía... al pobre solo le quedarían unas horas vivo antes de que cualquier rata de alcantarilla se avalanzara hacia él para darse su particular festín... eso pensó en voz baja al momento de volver hacia la habitación, coger sus llaves de casa y hacerse al mundo de nuevo.
Prefirió más caminar que conducir esta vez, pues necesitaba perder algún que otro kilo corporal a la par que varios kilos más de resentimiento, miedo, temor y tristeza, solo que ésto último parecía apegarsele demasiado y difícil era de eliminar.
Andando por la calle principal, se daba cuenta de que no pertenecía al mismo mundo que sus semejantes, atabiados con ropajes de cualquier índole, marca o estilo y que estaban mucho mas preocupados de sus conversaciones a través del móvil que de sí mismos o los peligros que les pudieran surgir en cualquier momento. Él era distinto, no soportaba la idea de pensar que alguien le pudiera atracar por la calle a plena luz del día, que cualquier mota de polvo se le colase por los orificios nasales para hacer estragos en su cuerpo o que simplemente se tropezara con alguna loseta de la calle y hacer el ridículo. Era algo así como un obsesionado de la peligrosidad en la vida diaria.
De pequeño recordaba las largas tardes de verano, muy típicas en los recuerdos de las películas o de la gente en sí, corriendo con su amiga Eva por los largos campos de cebada, confundiéndose sus siluetas entre el dorado del cereal y que la suave ventisca los hacia tambalearse igual que ahora mismo se tambaleaba su boca para tornar una leve sonrisa.
De momento un bocinazo un tanto desagradable irrumpió en su cabeza taladrándole todo su pensamiento y aun con el susto en el cuerpo no tuvo más que dedicarle una mirada desafiante a la ocupante del vehículo rojo que a su vez le largaba una serie de improperios, a los que él muy sabiamente respondió poniéndose unos pequeños cascos auriculares en sus oídos y encendiendo a su vez su Ipod, para seguir caminando a pie seguro junto a una canción de Ana Belén.
Le gustaba mucho esa cantante, y no era de su época puesto que él aun rozaba la juventud y la mujer en sí ya estaba un poco en la senectud, bueno exagerandolo un poco. Pero su caída de ojos durante las actuaciones que pudo contemplar, le hacían vibrar y solo con eso se hizo un hueco en su corazón y en su vida.
Seguía caminando y ya solo le quedaban tres manzanas más para llegar a su destino, y como de la nada se tratase, se le apareció un pequeño pulgoso perro con cara de no haber roto un plato en su vida, y más aun de no haber recibido cariño en mucho tiempo cosa que a él le pareció tristísimo. Se agachó y el perro no se inmutó, ni tan siquiera un atisbo de agresividad, simplemente sus ojos marrones se juntaron con los del perro y le acercó lentamente una pequeña galleta que el perro tomó en sus fauces y dándose la vuelta siguió su camino con su rabo de un lado para otro a modo de agradecimiento.
Unos veinte pasos, más o menos le separaba de su destino, y cada vez más inquieto se sentía pero sabía que otra vez más debía tirar hacia adelante. Se armó de valor y continuo con los pies por delante dejando atrás el valor que presumía tener para adentrarse en el edificio enfermo, que es como él lo había bautizado.
En el edificio enfermo, se sometía la primera semana de cada vez a un duro tratamiento en dónde a veces se sentía un conejillo de indias, pero sabía que si quería seguir respirando el olor y el ruido de la vida, debía aceptarlo.
Las enfermas blancas, que también las bautizó así se mostraban a veces amables pero otras muchas había que darles de comer aparte, como solía decir, y a medida que pasaban las horas su estancia junto a ellas se le hacía más eterna.
De camino de vuelta a casa, le separaba una puerta de vidrio a la calle, y muy cansado por la rutina de hoy, pareciera que no la fuera a rebasar nunca. Y una vez puesto su pie en la acera de la vida diaria, se atusó el pelo dándose cuenta que parte de su cabello se le estaba quedando pegado a la mano.
Sin saberlo, la sombra de su enfermedad le estaba acompañando por dónde el pasara, se sentaba en la misma butaca de cine que él, comía lo mismo que él y era partícipe de las pesadillas que apenas le dejaban pegar ojo.
Le ensuciaba la mente tornando en pregunta la exclamación cuanta vida me queda y se convirtió en su fiel amiga.
Llegó a casa, abatido y ansioso por llenar sus ojos de lágrimas para expulsar el cansancio y el horror que le atormentaba cada día al levantarse. Deshizo todo lo que hizo por la mañana y harto ya de estar harto otra vez cerró la ventana, encendió su equipo de música y escuchando "peces de ciudad" partió una cebolla en dos mitades, se la paso por los ojos y empezó a aspirar los efluvios que de ella se desprendía.
Seguidamente con los ojos encharcados en lágrimas ácidas e irritantes, pegándole una larga calada a su cigarro acompañó a los acordes de la citada canción un coro de llanto y desconsuelo, citando a su vez su última frase del día... por fin logro llorar... aunque solo sea con aroma a cebolla... por fin se acabó el día.

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