lunes, 29 de marzo de 2010

Tristes acordes de metal dorado


Un sobrero casi andrajoso de color negro reposando sobre su cabeza cansada y de melena negra corta. Sus mejillas, rajadas por el intenso frío que va dejando paso a las primeras gotas de primavera. Su piel de color cobre oscuro, olvidada y sobre su cuello un pañuelo de color verde oscuro a modo de bufanda. Sus ojos inyectados en sangre y con un color negro intenso y brillante que hacen augurar lo que en pocos meses sufriría. Un traje que aparentemente era elegante pero que sus manchas de grasa de comida y de otros compuestos parecidos, hacen que pierda toda esa armonía en su percha viviente, y los zapatos son los típicos, con un roto alrededor del dedo gordo del pie donde se divisa parte de éste, recubierto con lo que se supone que es un calcetín blanco y bastante grueso. Bañado en un fuerte aroma de puro, mezclado con la suavidad de un vino tinto envasado en cartón y ya estaba preparado para salir a actuar en su escenario particular.
Miguel, está apoyado en aquel banco alejado de la plaza y vive en su mundo de notas musicales. Es feliz cuando alguien que se lo encuentra le pide que le toque el himno del Real Madrid, o la parejita que no deja de empacharse con muestras de amor y cariño y le invitan a que les regale una pieza musical de Moon River porque es la banda sonora de la vida de la novia en cuestión.
Y es que Miguel se define así, pobre en lo material pero rico y amable en lo musical y eso para él es lo más importante, pues con certeza asegura que si vive es porque la música le ayuda a ello, lo mueve, lo evade, le ordena a vivir...le hace sentirse mejor persona.
Son las 7 de la tarde y como todos los días a esa misma hora, Miguel toma su ropa, se viste, se echa en la mano una pequeña cantidad de una sustancia viscosa que va a parar al pelo y con un peine, que curiosamente tiene tres de las cinco púas partidas, se intenta peinar a su estilo, que quizá no es el más acertado pero es el que más le gusta.
De un bolso de cuero negro bastante antiguo y cuadrado saca lo que para él es su mejor amigo desde hace muchos años... su trompeta.
No es una trompeta común ¡¡ y tanto que no lo es!! , porque tiene nombre, le llamó corchea, por aquello de querer poner nombre a su mejor confidente y que gracias a sus notas musicales, las que provocaba con la salida de su aire, y el apretar de los dedos en sus botones podía decir lo que él jamas se atrevería decirte en palabras.
Bohemio y triste a la vez, porque su vida no fue la más envidiada ni tampoco deseada por nadie.
Sale del portalón destartalado de su casa, y comienza caminando tres pasos hacia la calle de enfrente y una vez ahí, se coloca su trompeta en la boca y va regalando a todos los presentes multiples acordes con aromas a antiguo y moderno y que invitan a recordar los años que pasaron y que no volverán.
En su casa, nadie le creyó y terminó volando de su nido sin saber como se hacía, hasta que se estampó con la colina de la desesperación, el desamparo, el desprecio y la miseria.
Nunca supo lo que es comer caliente y ni tan siquiera lo que era dormir en un recinto cerrado en días de duro invierno o lluvias desmesuradas.
Nadie le había regalado nunca nada por su cumpleaños, de cuya fecha era receloso decir a la gente, y las navidades para él era sinónimo de tristeza absoluta, hambre y fríos albergues, cuando los había... claro.
Pero no hace mucho, se encontró un pequeño baúl en una de esas taquillas mugrosas que quedan medio abiertas en un comedor de caridad y ni corto ni perezoso comenzó a ojear. De pronto una sigilosa mano cerró la susodicha taquilla de golpe y le instauró a que se marchara de allí, ya que no era lugar para un mendigo como él y que por tanto no se le había perdido nada.
Pero si en otra vida hubiese sido actor, seguro que le habrían dado el mejor galardón de la época puesto que por arte de birlibirloque se transformó en el supuesto dueño de ese baúl con su ingenio.
Una vez en la plaza de San Francisco, los nervios apenas le dejaban pensar que es lo que podría haber tras ese cajón que al peso era bastante pesado y que al sonido, al menearlo, era como muy metal. Y Miguel ya estaba cometiendo el error que jamás dijo que volvería a cometer... montarse el cuento de la lechera, porque esta vez ya se veía con muchas cantidades de dinero y podría al menos vivir mejor durante varios meses. Pero de un golpe abrió el preciado baúl y lo que encontró si que era grande, pesado y metalizado, pero no como el quería... era una trompeta¡¡ Menudo chasco, pensó... pero a los cinco minutos su ingenio le hizo pensar en lo que hoy por hoy, hasta hace poco le proporcionaría mas alegrías que penas.
A veces se le veía deambulando por las calles de Badajoz, con su corchea en la mano... su instrumento de trabajo al cual regañaba cuando sus acordes no le daban ni para un litro de cerveza o un cartón de vino y por el contrario la apremiaba con una buena pasada de barilla limpiadora, cuando más de tres monedas caían en la lata de cerveza cortada que tenia para las limosnas.
Nunca llegará a ser un músico reconocido por nadie pero eso era algo secundario para él, puesto que cuando se ponía a tocar una sintonía, la que fuera, se evadía, estaba en otro lugar muy distinto al lugar tan triste donde se encontraba y cuando la canción acababa, volvía a su estado normal, eso era lo que más le inquietaba. Y un pequeño aplauso o un gesto de cariño por parte de quien le escuchara era para él lo más grande que podía recibir, tanto... que lo prefería más que un par de monedas. Es que siempre pensó que su misión aquí era la de agradar a la gente que quisiera escucharlo y al menos arrancarle una sonrisa.
Quienes lo veían por la calle con su trompeta en la mano siempre lo tachaban de alocado, drogadicto, o simplemente un hombre de muy mala reputación pero él, ajeno a todo ello, solo quería tocar y tocar con su corchea porque le daba de beber, a veces de comer y sin duda alguna le hacía sentirse todo lo contrario a lo que pensaban los demás... le hacia sentirse PERSONA.
Cuando en noches de luna estrellada, interpretaba con su trompeta alguna canción de sabor melancólico y al acabar cualquier estrella brillara más que las demás, siempre se decía... hoy mamá esta llorando, hoy la he emocionado... y seguidamente cogía de su chaqueta vieja un pañuelo de tela gris y se limpiaba los ojos del camino liquido de sal que le resbalaba.
Desafortunadamente para él, un día, semiacostado en uno de los fríos cajeros automáticos que existen por la ciudad, encontró lo que jamás hubiese esperado... su corchea, se la habían robado con tan mala gracia que a punto estuvo de costarle un disgusto más gordo a Miguel.
Porque ya no solo le habían quitado su sustento, su medio de trabajo, su amor por la música, su forma de decir lo que sentía en cada momento, sino lo más importante, le habían quitado la única amiga que había tenido en 41 años. Le habían privado de su libertad... ya jamás fue él mismo. Se llevaron su vida y su alma.
Por momentos la sombra de la depresión lo iba absorbiendo y la pasividad de las autoridades al verle el aspecto físico era constante. Risas y más risas aliñadas con comentarios del tipo... ya por fin nos vas a dejar de joder con tanta musiquita¡¡¡¡, se te acabo el emborracharte y dejar los suelos asquerosos, guarro¡¡¡¡, menos mal si no sabia tocar¡¡¡¡
El pobre Miguel tan abatido al oír esas palabras horribles solo giraba la cara, y llorando se decía... que daño habré hecho yo a la gente para que me hagan esto Dios mio...

Hace pocos días, yo iba caminando por una calle céntrica y me acordé de Miguel y su corchea, que ya no se escuchaban. Y delante de un escaparate con varios instrumentos musicales de entre ellos trompetas, me paré un momento y me dije mirándolo... -bueno triste acorde dorado, quizá tu voz se apagó sin más... pero ten por seguro que si yo te he recordado como seguro que muchas otras personas más lo hicieron... seguirás vivo por muchísimo tiempo ya que a Miguel le arrebatarían las ganas de vivir pero la música... tu música Miguel... esa... no morirá jamás.

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